Después de todo, la impotencia que recorre cada uno de mis huesos crece y con ella, las ganas de irme de aquí, porque de lo contrario todo va a precipitarse, a sucederse. Tal es la velocidad que recorre el tiempo, que no puedo evitarlo, a sujetar con las manos la nostalgia que me acompaña y que se marcha. Se va.
El eco de la realidad se repite y rebota en cada uno de los vértices de mi cuerpo, haciéndose cada vez más fuerte y sucesivo, de manera que ya no sé vivir sin escuchar el timbre que dio fin a la partida.
Dime, qué podría hacer para hacer desvanacer cada uno de los recuerdos que aparecen al pisar tan sólo un adoquín de la avenida donde sonó el adiós; las manos haciendo fuerza entre ellas para no tener frío; el trasfondo de cada una de mis palabras heladas; las luces que pestañeaban del sueño de madrugada.
Qué. Dime qué, que lo haría. Haría lo posible para, como fuese, levantar cada uno de esos recuerdos de donde se encuentran pegados. Todos ellos, para guardarlos en una caja, dentro de mi armario, al fondo, con la ropa de invierno. Dejarla ahí, para recordarte de nuevo en el otoño e invierno que llegará después, mucho después.
Lo abandono, lo abandono todo, a ellos también. Los dejo donde estaban al principio, donde nos encontrábamos en el primer encabezado de página. He caído de bruces en el desenlace. No me dejan levantarme, ni despedirme, así son las reglas. Las acepté cuando leí la parte de atrás de nuestra historia.
perfecto sin más
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